viernes, 2 de abril de 2010

"Por la traición" escrito por Martín Caparrós.-

Esta semana el mundo recuerda la muerte de un judío palestino y la traición de otro –o viceversa. Nada me gusta más que viceversa; viceversa es lo que las religiones no soportan. La religión es un sistema donde viceversa es imposible: el espacio del poder más unívoco, más absoluto, menos viceversa. Por eso es raro que ésta, la que nos copó, necesitara la traición para existir. La traición es muy muy viceversa –y viceversa.
Las pinturas renacentistas lo muestran con la clásica cara del judío imaginado por antisemitas: los ojos tajos, la nariz torva, su barbita afilada. Pero nadie sabrá nunca qué cara tuvo Judas Iscariote. Tampoco de dónde venía, qué edad tenía, qué hacía antes de dejar todo para seguir a un tal Jesús. Lo único que se sabe de él es que un día, hace 1976 años, entregó a su jefe y se convirtió, sin más esfuerzo, en el símbolo universal de la traición.
“No una cosa, todas las que la tradición atribuye a Judas son falsas”, escribió De Quincey, el opiómano inglés. Y es cierto que la historia es rara. Para empezar, el gran traidor era un apóstol, uno de los doce que Jesús había elegido para que lo acompañaran noche y día y guardaran sus palabras: es difícil pensar que Jesús, el Dios, pudiera equivocarse tanto.
El Evangelio de Juan trata de justificarlo diciendo que “esa noche, Satanás entró en el cuerpo de Judas Iscariote”. La explicación es pobre; la de Mateo –la codicia– no es mejor. Los 30 dineros de plata que Judas recibió eran el precio, en esos días, de 25 gramos de ungüento de nardo o de un esclavo muy barato o de un mes de trabajo proletario –no más de 2.000 pesos de hoy. Pero lo peor es que, si seguimos el relato apostólico, la traición de Judas era innecesaria. En los Evangelios, Judas va a ver a los sacerdotes y les ofrece entregarles a su jefe. Pero Jesús no está escondido, aparece todo el tiempo en público, es fácil de localizar: no precisa que nadie lo entregue. La traición de Judas es un gesto superfluo. (O un misterio religioso. Para eso sirven, entre tantas otras cosas, las religiones: para explicar lo inexplicable, llenar de su lógica mágica lo ilógico).
Todo depende de cómo imaginemos “la mayor historia jamás contada” –la del judío Jesús. Importa su contexto: en esos años, en Israel, solían aparecer profetas que anunciaban la liberación del yugo romano y el reestablecimiento de un reino hebreo –o, incluso, el Reino de los Cielos. Algunos eran más políticos y otros más místicos, pero casi todos se presentaban como mesías y predicaban que esa liberación vendría por la vía de las armas –y el Mesías sería el jefe militar capaz de conducirla.
Aunque después la Iglesia trató de presentar a Jesús como un líder pacifista, los Evangelios rebosan de incitaciones a la guerra: “No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada”, cita Mateo, 10: 34. “Y el que no tenga espada, venda su manto y cómprese una”, recoge Lucas, 22: 36 –entre muchas otras. Los teológos cristianos se han pasado siglos tratando de explicar que eran metáforas. Pero son los restos de la idea primitiva, que los evangelistas no pudieron expurgar a tiempo. “Haciendo de cuerdas un azote, los arrojó a todos del templo, con las ovejas y los bueyes; derramó el dinero de los cambistas y derribó las mesas...” (Juan, 2: 15).
La violencia era, entonces, una forma de apresurar la llegada del Reino. Junto con su versión más bruta, el sacrificio: el sacrificio siempre ha sido una pieza básica de nuestra tradición judeo-cristiana. Quizás Jesús y sus seguidores realmente creían que Él debía morir sacrificado para que se instalara el Reino de los Cielos. Entonces había que producir ese sacrificio. Entre las muchas formas posibles Jesús, por alguna razón, se decidió por la traición: “Cristo, que disponía de los inagotables recursos que sólo maneja un Dios, no necesitaba de Judas. Lo eligió porque quiso” –dice Nils Runeberg en su Cristo y Judas.
“Si (para salvar a los hombres) Dios se había rebajado a ser mortal, Judas podía rebajarse a ser un delator” –sigue diciendo Runeberg. Un delator, decíamos, innecesario; por momentos parece como si Cristo quisiera darnos una lección: la traición como verdadero motor de la historia. Es una idea, y sus discípulos la han aplicado mucho. La importancia de rebajarse hasta la abyección, el verdadero renunciamiento: no a la vida, que es fácil, sino al honor, a la propia memoria, al juicio de la historia.
Así, el verdadero sacrificio no fue el de Jesús –imponente, magnífico–, sino el de Judas. Jesús se aseguró, con su gesto, una posteridad perfecta; Judas, en cambio, no podría escapar al escarnio infinito. Él fue el cristiano verdadero, el que llevó la lógica del sacrificio hasta el fondo del fondo. Si así fue, nadie debe haber sido más feliz: Judas entendió que ése era su papel y lo abrazó con alegría, con la seguridad del superior: en un sistema donde el sacrificio es lo más alto, nadie nunca podría sacrificarse más que él. Se equivocó en un solo punto: creyó, quiso creer, que sus continuadores serían más sutiles –y que lo entenderían. No contó con su estrechez de miras.
Pero hay otra versión posible, más terrena: quizás Jesús fuera más parecido a sus colegas profetas-guerreros, y pensara también que para apurar la llegada del Reino había que echar a los romanos y reestablecer el Estado judío: muchos indicios e historiadores sostienen esta hipótesis. Por eso fue a Jerusalén en el momento de mayor afluencia de peregrinos, cuando cualquier chispa incendiaría la llanura. Tras un par de intervenciones públicas, vio que la llanura no prendía; la situación era difícil: estaban por perder una oportunidad importante. Y entonces alguien decidió que la única forma de fogonear esa rebelión era entregar al Jefe a los sacerdotes –y a los romanos.
Quizá fue el propio Jesús –y por eso le dijo a Judas que se apurase a traicionarlo. Quizá creía que su detención podía provocar la revuelta esperada. Si esto fue así, si así se equivocó, este error explicaría la escena más misteriosa de los Evangelios: Jesús en la cruz muriéndose a los gritos: “¿Padre, Padre, por qué me abandonaste?”. Pero quizá la idea haya sido de Judas, el Sicario. Judas era, según distintas tradiciones, uno de los apóstoles más extremistas: quizá pensó que sabía mejor que su jefe lo que su movimiento precisaba. Quizá creía que Jesús había fallado como Mesías –al no conseguir la insurrección. O que sabía que tenía que entregarse pero no se animaba. O que los sacerdotes no habían pensado en prenderlo. En cualquier caso, su “traición” era necesaria para completar el proceso. No por bajeza; si acaso por soberbia: porque él sabía mejor que nadie lo que Jesús y su secta precisaban. Y debía hacerlo aunque no lo entendieran: su misión era tan importante que pasaba por encima de tales nimiedades. En realidad, más que traición era llevar su coherencia hasta las últimas consecuencias.
Jesús o Judas, quienquiera que haya sido, fundó, en ese acto, una idea que tuvo muchos seguidores: “cuanto peor, mejor”. J. o J. es el primero de una sucesión de iluminados que creyeron que, cuando el cambio se demora, hay que “agudizar las contradicciones” para acelerarlo. Y, en su caso, tuvieron razón.
En verdad, J. o J. fundó muchas cosas. Como lo central en la historia de Jesús es su muerte, todo lo que pasó en sus últimos días fue, para sus fieles, decisivo y fundante. El episodio de la Cena y la Traición instaló muchas ideas: que el pan y el vino son carne y sangre de un dios, que trece en una mesa es un presagio horrible, que todo grupo –hasta el más puro– incluye un batidor, que no hay nada mejor que el sacrificio. Pero esos actos fundaron, sobre todo, una religión muy distinta de la que habían pensado. Durante los treinta años siguientes, sus seguidores fueron un grupo escaso de judíos palestinos. Su Mesías era un caso dudoso, seguramente un falso: había perdido, y había sido ejecutado de manera infamante –la cruz era tan indigna, tan de esclavos, que los cristianos tardaron tres siglos en empezar a usarla como símbolo.
En esos primeros años, la idea del profeta-guerrero mantuvo su fuerza en Israel: hasta la gran derrota judía que terminó con la destrucción del templo de Jerusalén en el 70 D.C. Entonces, la secta judía de los cristianos estaba madura para su gran transformación. Su instigador fue Pablo, el reformista. Fue él quien abrió la secta a los goyim. Y fue él, sobre todo, quien trató de despojarla de cualquier contenido político y belicoso. Hasta entonces, el cristianismo era un movimiento de fuerte crítica social, que anunciaba que ricos y poderosos serían castigados. Pero si el Imperio era imbatible había que evitar el enfrentamiento y centrarse en otro territorio: el del espíritu. Pablo sacó al cristianismo de la órbita de Israel y de cualquier disputa terrena; a partir de ahí, su Reino realmente no sería de este mundo.
Pablo fue el que convirtió al cristianismo en lo que no había sido y, así, consiguió que fuera lo que después fue: la religión imperial. Pablo fue, digamos, el pragmático, el Néstor Menem de aquel movimiento, el entregador que consigue que su acto se recuerde como sutileza, genialidad, iluminación: el traidor más exitoso. A partir de Pablo, la historia del cristianismo tuvo que ser reescrita para concordar con ese nuevo presente. Y entonces, en esa nueva historia, la acción de Judas quedó convertida para siempre en la traición horrible, inexplicable, tan viceversa que hoy nos cuentan.
Fuente: Crítica Digital.-