"La Anses tiene un superávit anual de 54 mil millones y llevar el haber mínimo al 82 %...significará una erogación de 22 mil millones de pesos al año. Este monto es similar al que se gasta anualmente en subsidios a los sectores pudientes para el gas y la electricidad; es la mitad de lo que se le pagó al FMI... y representa una cifra menor a lo que se le pagará al Club de París..." (Rubén Giustiniani)
jueves, 14 de octubre de 2010
viernes, 8 de octubre de 2010
"El Che Guevara sigue vivo, ¿o no Furor Company? por Luis Venegas.-"
En un pueblo polvoriento y perdido en las serranías bolivianas, murió un 8 de octubre de 1967 Ernesto Guevara de la Serna, alias Comandante Ramón, alias Fernando, alias el Che. Nacido en Rosario, Argentina, el Che Guevara representa el paradigma del guerrillero heroico en la América Latina de los años sesenta, el hombre dispuesto a dejar familia, país, comodidades y su propia vida por un ideal. El ideal, noble, no cabe duda, de que el ser humano puede vivir mejor, libre, feliz, en paz, realizándose como lo que es: ser humano. En la mente del Che, ese ideal era posible si las sociedades adoptaban el modelo comunista, ese que, según noticias que llegaban de la Unión Soviética, estaba formando una nueva sociedad, opuesta a la capitalista, egoísta, consumista. La adopción podría ser voluntaria o forzosa. Y forzosa significa en este caso violenta. El ser humano puede ser feliz, pero no lo sabe. Hay que hacerlo reflexionar, despertar, con sermones o con bofetadas, eso sí, muy comunistas. La violencia es sólo válida si es revolucionaria. Y, como es evidente, ese bien supremo que es la felicidad humana, bien vale vidas de seres humanos que, al fin y al cabo, van a morir. Donde quiera que venga la muerte, decía el Che, bienvenida sea. Y él tuvo esa cita en Bolivia, en el último tramo de la loca década de los sesenta del enfermo siglo XX.
El Comandante Che Guevara, junto con Camilo Cienfuegos, tuvo la ocurrencia de morir a tiempo. Murieron cuando todavía la revolución cubana era el faro que alumbraba los rostros de las izquierdas latinoamericanas. Al Che se le convirtió en el cadáver más insigne de los nostálgicos de la revolución. Su rostro fotografiado por Alberto Korda, compite hoy con Mickey Mouse o Coca Cola. Porque en esos procesos que sólo el capitalismo sabe hacer, el Che se ha convertido en fetiche consumista. Las personas más inverosímiles y disímiles no sólo entre sí sino entre ellos y el Che, portan playeras, pantalones, carteras, gorras, relojes, calcetines y hasta calzones. La clase privilegiada, esa que el Che mataba, se ha rendido al encanto del guerrillero heroico y lo compra en masa.
Es del conocimiento general que esa última campaña del Che estuvo plagada de errores tácticos y técnicos. La URSS no coincidía con la forma en que el Che quería adelantar el advenimiento comunista en América Latina. Y la URSS apadrinaba a un Fidel todavía con charm entre los comunistas latinos. Para Fidel no era negocio apoyar decididamente a un guerrillero profesional, él que ya había conseguido su triunfo personal en la isla. Dejarlo morir, dejar solo al comandante díscolo fue la estrategia de Fidel. ¿Acaso no quería el Che morir así? Papá Fidel cumpliría su deseo. Bolivia se convirtió en una tumba que sólo ahora, con Evo al frente, lo reconoce como propiciador de algo, no se sabe bien qué, pero algo en ese país. Quizá el turismo revolucionario: “visite el viacrucis del Che por sólo 500 dólares por persona”. De algo sirvió.
Así que hoy el Che está rodeado de una áurea mística. El pobrecito que fue traicionado por todos y que murió por culpa del imperialismo. El mártir del comunismo, o del socialismo, o de la social democracia, o del zapatismo, de los palestinos, de los kurdos, de los budistas, de los altermundistas, de los infectados de VIH, de la comunidad lésbico-gay, de los mineros, de la rebeldía del joven de Manhatan; el que pudo haber salvado la revolución cubana del caimán barbudo. Atrás quedan los muertos, los infames juicios populares, la familia abandonada, los que murieron en Bolivia por culpa de sus errores. A él todo se le perdona. Total, está muerto… pero su recuerdo vive en nuestros corazones y llaveritos, en nuestro imaginario revolucionario y en nuestras calzones capitalistas. Viéndolo así, podríamos decir: “hasta siempre, comandante”.
El Comandante Che Guevara, junto con Camilo Cienfuegos, tuvo la ocurrencia de morir a tiempo. Murieron cuando todavía la revolución cubana era el faro que alumbraba los rostros de las izquierdas latinoamericanas. Al Che se le convirtió en el cadáver más insigne de los nostálgicos de la revolución. Su rostro fotografiado por Alberto Korda, compite hoy con Mickey Mouse o Coca Cola. Porque en esos procesos que sólo el capitalismo sabe hacer, el Che se ha convertido en fetiche consumista. Las personas más inverosímiles y disímiles no sólo entre sí sino entre ellos y el Che, portan playeras, pantalones, carteras, gorras, relojes, calcetines y hasta calzones. La clase privilegiada, esa que el Che mataba, se ha rendido al encanto del guerrillero heroico y lo compra en masa.
Es del conocimiento general que esa última campaña del Che estuvo plagada de errores tácticos y técnicos. La URSS no coincidía con la forma en que el Che quería adelantar el advenimiento comunista en América Latina. Y la URSS apadrinaba a un Fidel todavía con charm entre los comunistas latinos. Para Fidel no era negocio apoyar decididamente a un guerrillero profesional, él que ya había conseguido su triunfo personal en la isla. Dejarlo morir, dejar solo al comandante díscolo fue la estrategia de Fidel. ¿Acaso no quería el Che morir así? Papá Fidel cumpliría su deseo. Bolivia se convirtió en una tumba que sólo ahora, con Evo al frente, lo reconoce como propiciador de algo, no se sabe bien qué, pero algo en ese país. Quizá el turismo revolucionario: “visite el viacrucis del Che por sólo 500 dólares por persona”. De algo sirvió.
Así que hoy el Che está rodeado de una áurea mística. El pobrecito que fue traicionado por todos y que murió por culpa del imperialismo. El mártir del comunismo, o del socialismo, o de la social democracia, o del zapatismo, de los palestinos, de los kurdos, de los budistas, de los altermundistas, de los infectados de VIH, de la comunidad lésbico-gay, de los mineros, de la rebeldía del joven de Manhatan; el que pudo haber salvado la revolución cubana del caimán barbudo. Atrás quedan los muertos, los infames juicios populares, la familia abandonada, los que murieron en Bolivia por culpa de sus errores. A él todo se le perdona. Total, está muerto… pero su recuerdo vive en nuestros corazones y llaveritos, en nuestro imaginario revolucionario y en nuestras calzones capitalistas. Viéndolo así, podríamos decir: “hasta siempre, comandante”.
sábado, 2 de octubre de 2010
"El Ps se pronuncia sobre la situación en Ecuador".-
El Partido Socialista y los bloques legislativos nacionales del PS expresaron su más “enérgico repudio” ante el intento de derrocamiento que se lleva adelante en Ecuador contra el presidente Rafael Correa. En ambas Cámaras -Senado y Diputados- los bloques del Partido Socialista presentaron iniciativas al respecto.
Los máximos dirigentes del PS rechazaron “cualquier intento sedicioso para desestabilizar a las legítimas autoridades de Ecuador, encabezadas por su presidente Correa”, y denunciaron que es “inadmisible este tipo de hechos en nuestra América Latina, por lo que la respuesta de la comunidad internacional debe apuntar a respaldar el orden constitucional e institucional de Ecuador, a su soberanía y al primer mandatario, elegido democráticamente”.
Además, solicitaron “la urgente reunión de los organismos internacionales pertinentes para que actúen de inmediato evitando que avance esta situación”.
Los máximos dirigentes del PS rechazaron “cualquier intento sedicioso para desestabilizar a las legítimas autoridades de Ecuador, encabezadas por su presidente Correa”, y denunciaron que es “inadmisible este tipo de hechos en nuestra América Latina, por lo que la respuesta de la comunidad internacional debe apuntar a respaldar el orden constitucional e institucional de Ecuador, a su soberanía y al primer mandatario, elegido democráticamente”.
Además, solicitaron “la urgente reunión de los organismos internacionales pertinentes para que actúen de inmediato evitando que avance esta situación”.
jueves, 23 de septiembre de 2010
sábado, 18 de septiembre de 2010
"4 Años sin Jorge Julio López! Aparición con Vida!"
Jorge Julio López, desapareció el 18 de septiembre de 2006, un día antes de que el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata condenara al genocida Miguel Etchecolatz a la pena de reclusión perpetua "por delitos de lesa humanidad en el marco de un genocidio".
Él era querellante en ese juicio porque fue un detenido ilegal en uno de los centros clandestinos de la dictadura, que operaron bajo la órbita de Miguel Etchecolatz, en el ámbito de la Policía Bonaerense. Su desaparición muy lejos está de ser un simple hecho policial. Jorge Julio López es un desaparecido político. Y, lo que más duele, fue un detenido político en la dictadura, y hoy es un desaparecido en plena democracia. Esto habla muy mal de lo que hemos conseguido como país desde la recuperación de la democracia: una democracia que no puede afianzar la justicia, garantizar la paz, proteger la seguridad ciudadana, nos deja una herida abierta como país. Este crimen es un intento más por amedrentar a la justicia, a los testigos del terrorismo de Estado. Intento impulsado por unos pocos que quieren seguir viviendo en el país de la impunidad, intento no desbaratado por nuestro gobierno nacional, que no supo dar respuestas. Una vez más, ante la indeferencia del gobierno; el cumplimento de la Ley y de la Justicia debe ser reclamado por los actores políticos y sociales que queremos un país con justicia, igualdad y libertad.
Por eso, adherimos al reclamo de la Juventud Socialista de la ciudad de La Plata para que el compañero Jorge Julio López, afiliado del partido y víctima nuevamente de los mismos genocidas de siempre:
Aparezca con vida YA.
Juicio y castigo a los culpables.
Garantías para el normal desarrollo de los juicios por la verdad.
Él era querellante en ese juicio porque fue un detenido ilegal en uno de los centros clandestinos de la dictadura, que operaron bajo la órbita de Miguel Etchecolatz, en el ámbito de la Policía Bonaerense. Su desaparición muy lejos está de ser un simple hecho policial. Jorge Julio López es un desaparecido político. Y, lo que más duele, fue un detenido político en la dictadura, y hoy es un desaparecido en plena democracia. Esto habla muy mal de lo que hemos conseguido como país desde la recuperación de la democracia: una democracia que no puede afianzar la justicia, garantizar la paz, proteger la seguridad ciudadana, nos deja una herida abierta como país. Este crimen es un intento más por amedrentar a la justicia, a los testigos del terrorismo de Estado. Intento impulsado por unos pocos que quieren seguir viviendo en el país de la impunidad, intento no desbaratado por nuestro gobierno nacional, que no supo dar respuestas. Una vez más, ante la indeferencia del gobierno; el cumplimento de la Ley y de la Justicia debe ser reclamado por los actores políticos y sociales que queremos un país con justicia, igualdad y libertad.
Por eso, adherimos al reclamo de la Juventud Socialista de la ciudad de La Plata para que el compañero Jorge Julio López, afiliado del partido y víctima nuevamente de los mismos genocidas de siempre:
Aparezca con vida YA.
Juicio y castigo a los culpables.
Garantías para el normal desarrollo de los juicios por la verdad.
jueves, 16 de septiembre de 2010
"A 34 años: A pesar de la noche... los lápices siguen escribiendo!".-
Desde los pibes alemanes a la noche de los lápices
Etchecolatz empezó a sentirse mal, estaba en su casa y sintió dolor de cabeza y dijo que era un perseguido político. Sinvergüenzadas argentinas. El peor de los asesinos estaba en su casa y se hace el perseguido. "Político", nada menos. El verdugo más cobarde de nuestra historia se autodenomina político. La política del tiro en la nuca. Lleva siempre la escarapela argentina en la solapa. Azul y blanco. Trasfondo de nuestra filosofía social. Los asesinos están entre nosotros. Es el autor de la acción más alevosa imaginable. La prisión, tortura, muerte y desaparición de los adolescentes de la Noche de los Lápices. De adolescentes. Y lo que todavía no se ha dicho: los militares y uniformados argentinos les ganaron a los nazis. En una acción muy parecida, los argentinos mostramos mucho más poder, autoridad, la más absoluta ilegalidad en la represión.
En febrero de 1943, en plena guerra, un núcleo de estudiantes alemanes de la ciudad de Munich editó volantes contra la guerra. Su moral no les permitía soportar más eso de matarse unos a otros, bombardear ciudades asesinando madres y chicos, con la destrucción absoluta de la vida. Esos volantes los arrojaban desde los pisos de arriba al patio de la universidad. Fueron observados por el portero que los denunció de inmediato. Los estudiantes –cinco varones y una chica– recién comenzados los veinte años, fueron sometidos a un juicio, encontrados culpables de traición a la patria y guillotinados al tercer día. Todo salió en los diarios, después fueron ejecutados otros estudiantes y también el profesor Huber, quien los había apoyado. Sus bellas cabezas cayeron rodando en un tacho. Habían leído demasiada poesía, habían leído el sufrimiento en los ojos de los demás y en sus propios ojos. La guerra, no podían ni querían seguir siendo bestias. Sus cabezas fueron separadas de sus cuerpos. Pero los nazis oficializaron todo y publicaron todo, hasta el nombre del juez y del verdugo. El juez Roland Freisler quien posteriormente condenó a la horca a los rebeldes del 20 de julio. Todos con su responsabilidad en el crimen.
En La Plata ocurrió algo muy similar. Pero los héroes de la resistencia civil argentina eran más jóvenes, apenas adolescentes. Habían luchado por la rebaja del boleto estudiantil. Para que los que vivían lejos pagaran igual que los que vivían cerca. Justicia, camaradería, solidaridad, la bella palabra. Se reunían y cantaban por la calle: "Luchar, luchar, por el boleto popular", "Eso, eso, eso, boleto de un peso". Cuando llegó la dictadura pasaron a ser sospechosos. Activistas. Terroristas. Fueron secuestrados por la policía comandada por un general de la Nación, el general Camps, un enfermo mental que aplicó con un entusiasmo total las reglas de la muerte argentina: secuestro, robo de las pertenencias, humillación, tortura hasta la aniquilación, hambre, y por fin desaparición. Cada vez peor, cada vez mejor. Destruir al ser humano integralmente. Aplastarlo como a un insecto. Y total silencio ante los familiares y amigos. Desaparecido. No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos, como se expresó ante los periodistas extranjeros el señor presidente de la Nación Argentina, teniente general Jorge Rafael Videla. Etchecolatz, Camps, Videla. Figuras de exposición en una muestra argentina que comienza con Roca. Es toda una línea. Lo que pasa es que los mapuches son chilenos. Ahí está la clave. Es decir, los militares argentinos se quedaron en la sombra, no admitieron nunca el crimen. Hasta hoy, Etchecolatz nunca lo reconoció. No sé, desaparecieron. Se habrán ido a Suecia. No, no me enteré.
En su libro, de precisión jurídica, María Seoane y Héctor Ruiz Núñez establecen que seis jóvenes prisioneras embarazadas fueron arrojadas a los calabozos de los muchachos de La Noche de los Lápices para que éstos las atendieran sin tener elementos ni conocimientos. Aquí sí los argentinos les ganamos a los nazis. Los prisioneros alemanes de Munich, tras seis días de calabozo alimentados con una ración mínima, fueron llevados a la guillotina y ahí ejecutados. Aquí, entre nosotros, fue todo más florido: picana, látigo, hambre, escupitajos, manoseo y violación para María Claudia y Clara, todo mezclado con desconocidas embarazadas humilladas hasta el hartazgo. Es que somos católicos apostólicos romanos. Los representantes de la Iglesia Católica en La Plata les dijeron a los desesperados padres: "No busquen más a sus hijos". "Recen". Monseñor Plaza.
Sophie Scholl, la joven mujer alemana de "La rosa blanca" –ese bello nombre tenía la organización antinazi de Munich– puebla hoy con su foto todos los rincones universitarios sensibles a su lucha y a su joven muerte.
Poco a poco los jóvenes rostros de los queridos María Chiocchini, María Claudia Falcone, Francisco López Muntaner, Claudio de Acha, Horacio Angel Ungaro, Daniel Racero y Pablo Alejandro Díaz van surgiendo del horizonte estudiantil y aparecen uno por uno en las aulas de los ámbitos secundarios. La semana pasada me llamaron para hablar de ellos en el patio del Colegio Nacional Pueyrredón. Más que mis palabras se oyeron los aplausos de las manos jóvenes. Hubo lágrimas. Emoción. Dolor. Pensaron en las muertes. De sus compañeros. Desaparecidos. Ese mismo día Etchecolatz se consideró un preso político.
La pregunta es: ¿por qué tanta brutalidad, tanta impunidad? ¿Cuáles fueron los maestros y profesores de nuestros militares y policías? Hoy, salvo los que se jubilaron, siguen siendo los mismos docentes en los colegios militares y policiales. ¿Dónde asimiló Camps el instinto de hacer desaparecer? ¿Dónde aprendió Etchecolatz tanta impunidad y crueldad? Y la cobardía de negar que lo hicieron. ¿La aprendieron o les viene de familia? ¿Buscaron esa profesión porque les calmaba los instintos? La pregunta no es porque sí, viene de estudios que se hicieron sobre los nazis famosos y sus instintos desde la vida familiar.
Los crímenes nazis estaban documentados por ellos mismos. Aquí hasta Videla los niega. Un aspecto del cinismo y la mendacidad que debemos tener en cuenta para medir la personalidad de quienes establecieron la "Muerte argentina", la desaparición. Hasta la Inquisición de la Iglesia Católica quemaba vivas a sus víctimas en plazas públicas y con la presencia de la Cruz. Nuestros verdugos escondieron todo. Esa es su máxima cobardía. Que los dos partidos políticos argentinos siempre reinantes trataron de disimular con las palabras "obediencia debida" y el batacazo del indulto. Pero no es tan fácil esconder la basura debajo de la alfombra. Están los alucinados del coraje, que jamás abandonan la escoba, a pesar de las ametralladoras y las picanas eléctricas.-
Por Osvaldo Bayer
Etchecolatz empezó a sentirse mal, estaba en su casa y sintió dolor de cabeza y dijo que era un perseguido político. Sinvergüenzadas argentinas. El peor de los asesinos estaba en su casa y se hace el perseguido. "Político", nada menos. El verdugo más cobarde de nuestra historia se autodenomina político. La política del tiro en la nuca. Lleva siempre la escarapela argentina en la solapa. Azul y blanco. Trasfondo de nuestra filosofía social. Los asesinos están entre nosotros. Es el autor de la acción más alevosa imaginable. La prisión, tortura, muerte y desaparición de los adolescentes de la Noche de los Lápices. De adolescentes. Y lo que todavía no se ha dicho: los militares y uniformados argentinos les ganaron a los nazis. En una acción muy parecida, los argentinos mostramos mucho más poder, autoridad, la más absoluta ilegalidad en la represión.
En febrero de 1943, en plena guerra, un núcleo de estudiantes alemanes de la ciudad de Munich editó volantes contra la guerra. Su moral no les permitía soportar más eso de matarse unos a otros, bombardear ciudades asesinando madres y chicos, con la destrucción absoluta de la vida. Esos volantes los arrojaban desde los pisos de arriba al patio de la universidad. Fueron observados por el portero que los denunció de inmediato. Los estudiantes –cinco varones y una chica– recién comenzados los veinte años, fueron sometidos a un juicio, encontrados culpables de traición a la patria y guillotinados al tercer día. Todo salió en los diarios, después fueron ejecutados otros estudiantes y también el profesor Huber, quien los había apoyado. Sus bellas cabezas cayeron rodando en un tacho. Habían leído demasiada poesía, habían leído el sufrimiento en los ojos de los demás y en sus propios ojos. La guerra, no podían ni querían seguir siendo bestias. Sus cabezas fueron separadas de sus cuerpos. Pero los nazis oficializaron todo y publicaron todo, hasta el nombre del juez y del verdugo. El juez Roland Freisler quien posteriormente condenó a la horca a los rebeldes del 20 de julio. Todos con su responsabilidad en el crimen.
En La Plata ocurrió algo muy similar. Pero los héroes de la resistencia civil argentina eran más jóvenes, apenas adolescentes. Habían luchado por la rebaja del boleto estudiantil. Para que los que vivían lejos pagaran igual que los que vivían cerca. Justicia, camaradería, solidaridad, la bella palabra. Se reunían y cantaban por la calle: "Luchar, luchar, por el boleto popular", "Eso, eso, eso, boleto de un peso". Cuando llegó la dictadura pasaron a ser sospechosos. Activistas. Terroristas. Fueron secuestrados por la policía comandada por un general de la Nación, el general Camps, un enfermo mental que aplicó con un entusiasmo total las reglas de la muerte argentina: secuestro, robo de las pertenencias, humillación, tortura hasta la aniquilación, hambre, y por fin desaparición. Cada vez peor, cada vez mejor. Destruir al ser humano integralmente. Aplastarlo como a un insecto. Y total silencio ante los familiares y amigos. Desaparecido. No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos, como se expresó ante los periodistas extranjeros el señor presidente de la Nación Argentina, teniente general Jorge Rafael Videla. Etchecolatz, Camps, Videla. Figuras de exposición en una muestra argentina que comienza con Roca. Es toda una línea. Lo que pasa es que los mapuches son chilenos. Ahí está la clave. Es decir, los militares argentinos se quedaron en la sombra, no admitieron nunca el crimen. Hasta hoy, Etchecolatz nunca lo reconoció. No sé, desaparecieron. Se habrán ido a Suecia. No, no me enteré.
En su libro, de precisión jurídica, María Seoane y Héctor Ruiz Núñez establecen que seis jóvenes prisioneras embarazadas fueron arrojadas a los calabozos de los muchachos de La Noche de los Lápices para que éstos las atendieran sin tener elementos ni conocimientos. Aquí sí los argentinos les ganamos a los nazis. Los prisioneros alemanes de Munich, tras seis días de calabozo alimentados con una ración mínima, fueron llevados a la guillotina y ahí ejecutados. Aquí, entre nosotros, fue todo más florido: picana, látigo, hambre, escupitajos, manoseo y violación para María Claudia y Clara, todo mezclado con desconocidas embarazadas humilladas hasta el hartazgo. Es que somos católicos apostólicos romanos. Los representantes de la Iglesia Católica en La Plata les dijeron a los desesperados padres: "No busquen más a sus hijos". "Recen". Monseñor Plaza.
Sophie Scholl, la joven mujer alemana de "La rosa blanca" –ese bello nombre tenía la organización antinazi de Munich– puebla hoy con su foto todos los rincones universitarios sensibles a su lucha y a su joven muerte.
Poco a poco los jóvenes rostros de los queridos María Chiocchini, María Claudia Falcone, Francisco López Muntaner, Claudio de Acha, Horacio Angel Ungaro, Daniel Racero y Pablo Alejandro Díaz van surgiendo del horizonte estudiantil y aparecen uno por uno en las aulas de los ámbitos secundarios. La semana pasada me llamaron para hablar de ellos en el patio del Colegio Nacional Pueyrredón. Más que mis palabras se oyeron los aplausos de las manos jóvenes. Hubo lágrimas. Emoción. Dolor. Pensaron en las muertes. De sus compañeros. Desaparecidos. Ese mismo día Etchecolatz se consideró un preso político.
La pregunta es: ¿por qué tanta brutalidad, tanta impunidad? ¿Cuáles fueron los maestros y profesores de nuestros militares y policías? Hoy, salvo los que se jubilaron, siguen siendo los mismos docentes en los colegios militares y policiales. ¿Dónde asimiló Camps el instinto de hacer desaparecer? ¿Dónde aprendió Etchecolatz tanta impunidad y crueldad? Y la cobardía de negar que lo hicieron. ¿La aprendieron o les viene de familia? ¿Buscaron esa profesión porque les calmaba los instintos? La pregunta no es porque sí, viene de estudios que se hicieron sobre los nazis famosos y sus instintos desde la vida familiar.
Los crímenes nazis estaban documentados por ellos mismos. Aquí hasta Videla los niega. Un aspecto del cinismo y la mendacidad que debemos tener en cuenta para medir la personalidad de quienes establecieron la "Muerte argentina", la desaparición. Hasta la Inquisición de la Iglesia Católica quemaba vivas a sus víctimas en plazas públicas y con la presencia de la Cruz. Nuestros verdugos escondieron todo. Esa es su máxima cobardía. Que los dos partidos políticos argentinos siempre reinantes trataron de disimular con las palabras "obediencia debida" y el batacazo del indulto. Pero no es tan fácil esconder la basura debajo de la alfombra. Están los alucinados del coraje, que jamás abandonan la escoba, a pesar de las ametralladoras y las picanas eléctricas.-
martes, 14 de septiembre de 2010
"Homenaje a Salvador Allende"
Las últimas palabras públicas de Salvador Allende antes de ser asesinado por la dictadura pinochetista dejaron en claro su posición frente al venidero golpe de Estado: "Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición".
"Ayer mataron a Salvador Allende"
Por José Pablo Feinmann
Sería ingenuo no creer que el 11 de septiembre que el mundo recordará será el de las Torres Gemelas antes que el de Chile. El de las Torres tuvo una audiencia en simultáneo, un público atónito que asistía, compartiéndolo, en vivo y en directo, a uno de los acontecimientos más poderosos de la historia humana. No menos poderoso fue el de Chile, pero nos tenía más acostumbrados. Sin embargo, no bien se desplegó el terror pinochetista supimos que eso era nuevo, no tenía antecedentes. Lo mismo sucedió con el terror de la Junta argentina.
Ignoro si se ha reflexionado sobre un punto (sin duda, sí; pero merece ser ofrecido otra vez al análisis): el acontecimiento de las Torres y el de Chile no sólo comparten la fecha, sino mucho más. El país de las Torres (el Imperio) fue el causante directo del septiembre chileno. Chile nada tuvo que ver con la caída de las Torres. Pero Estados Unidos hizo el golpe de Pinochet, lo inventó a Pinochet y lo asesinó a Allende. Era parte de la política que se había otorgado para manejar las cosas en eso que llaman su “patio trasero”.
Desde que llegó a la presidencia, Kennedy, que era un furioso anticomunista, advirtió que –durante el llamado período de la Guerra Fría– las acciones bélicas directas no tendrían lugar entre los dos bloques hegemónicos. Había, en ellos, un exceso de técnica bélica que lo impedía. El terror nuclear recomendaba una excesiva prudencia que los dos colosos ejercieron celosamente. Las luchas, entonces, se dieron en otras latitudes.
Demoraron en advertir que en América latina los comunistas se habían posesionado de Cuba, brillante tarea de esos barbudos que habían seducido y engañado a la CIA diciéndose democráticos, y que la CIA creyó que apenas venían a tirarles abajo a ese sargento Fulgencio Batista, un sanguinario impresentable, que había hecho de Cuba un prostíbulo y un garito para la mafia. Apoyaron a los muchachos de Fidel, que les dieron una enorme y pésima sorpresa: su líder se definió y definió a su movimiento como marxista-leninista. Decidieron aprender la lección: nunca más un Castro en América latina. Porque Estados Unidos decía no pretender apropiarse del mundo como los soviéticos, pero en verdad ya casi lo dominaba o ésa era su meta. Con justa razón, el profesor Chalmers Johnson consideró que había más simetría entre las políticas de la Unión Soviética y de los Estados Unidos de lo que los norteamericanos deseaban reconocer: “Si en el transcurso de la Guerra Fría la Unión Soviética intervino manu militari en Alemania Oriental (1953), Hungría (1957) y Checoslovaquia (1968), los Estados Unidos articularon el golpe en Irán (1953), la invasión de Guatemala (1954) y de Cuba (1961), ocuparon militarmente la República Dominicana (1965) e intervinieron en Corea (1950) y en Vietnam (donde sustentaron dictaduras y mataron a un número más grande de personas que la Unión Soviética en sus exitosas intervenciones)” (Chalmers Johnson citado por Luis Alberto Moniz Bandera en su notable ensayo: La formación del Imperio Americano). En una comparación inevitablemente odiosa y desagradable, posiblemente la CIA sea y haya sido una organización más cruel, más asesina y, sobre todo, más responsable de la llegada de regímenes genocidas al poder que la KGB soviética. Medio mundo o más no diría esto por la prepotencia, la supremacía que tienen los medios en la formación de la subjetividad de las personas. El cine, por ejemplo (gran herramienta de propaganda de EE.UU.), siempre ha mostrado a un agente de la KGB como alguien más siniestro que uno de la CIA, que, con frecuencia, es el héroe de la película. Jack Ryan, sin ir más lejos, tuvo la pinta y el carisma de Harrison Ford. ¿Quién, en la KGB, podía competirle? Pero un serio problema se le aparece a la Administración Nixon. En 1970, el socialista Salvador Allende, candidato de la Unidad Popular, gana de modo inobjetable las elecciones en Chile. Pese a que Allende propone una “vía pacífica” –o una “vía democrática”– al socialismo, Richard Nixon lo odia desde el primer día. Y desde ese día se propone echarlo del gobierno. Aquí debo mencionar dos documentales formidables con los que trabajo estas cuestiones y deben (creo) ser consultados: uno es casi una autobiografía de Robert McNamara y se titula La niebla de la guerra, el otro es una pequeña obra maestra de Chistopher Hitchens, Los juicios de Henry Kissinger. En éste, Hitchens nos muestra la pasión que pone Kissinger en dejar contento a su jefe, Nixon, y demostrarle que se puede hacer con un país lo que Estados Unidos desee. No aún con Chile, porque Allende acaba de ganar muy limpiamente “y nosotros respetamos la democracia”. Nixon acepta este dogma, pero tiene claro que –en caso de llegar a imponer una dictadura– siempre es mejor una dictadura no-comunista que una comunista (ver: Luis Alberto Moniz Bandeira, La formación del Imperio Americano, p. 278). Seguramente compartían este criterio las empresas que le hicieron saber acerca de la gravedad del asunto: la ITT, la Pepsi Cola y el Chase Manhattan Bank. Todas se comunicaron con el presidente de la CIA, Richard Helms. También lo hizo Nixon, en una reunión relámpago: se sentó, tomó un vaso de agua, dijo un par de cosas y se fue. Destinó 10 millones de dólares para la tarea de desestabilizar al “hijo de puta” –así le decía: SOB—, pidió acción inmediata, dejar de lado al embajador, poner los mejores hombres en la tarea y en 48 horas deteriorar la economía. A partir de ese punto empezaría el trabajo en serio.
Kissinger tenía un buen concepto de la habilidad política de Allende: por todos los medios exhibiría que no era un satélite soviético, a lo Castro, ni siquiera un gobierno abiertamente comunista. Pero no estaba dispuesto a mostrar que le creía. En suma, entre Nixon y Kissinger deciden hundir a Allende desde el primer día de su llegada al poder. Así se hace la historia. En tanto, en América latina se festejaba el gran paso de la llegada al gobierno por elecciones libres y democráticas de un gobierno socialista (aunque fuese con un margen leve: la Unidad Popular sólo alcanzó el 36,2%), en las oficinas de la CIA o en el despacho más privado de Nixon la tarea de destrucción ya estaba en camino. Precisamente en Los juicios de Kissinger, el halcón Alexander Haig (que anduvo por aquí tratando de arreglar la guerra de Malvinas) lanza una exclamación con la fuerza de un escupitajo iracundo: “¿Otro Castro en América latina? ¡Por favor!” O sea, ni locos. Allende debía caer.
Haig es un activo soldado de esa causa. En mi novela Carter en New York, Joe Carter le cuenta a un amigo moribundo el modo en que Haig (Alexander Higgins en la novela) se despide de Allende antes de subir al avión que lo llevará a los States, cumplida ya su tarea. Explica: “El problema –ahora– es el Islam. Pero a los 24 años conocí al senador republicano Alexander Higgins. El hombre era un genio. Uno de los grandes cerebros que –allá por 1973– liquidó al gobierno socialista de Salvador Allende. Y que –no hacía mucho, entre un trago y otro– le había confesado ciertas cosas. ‘Sabes, Carter, Allende tenía la beatitud de un arcángel. Mas, ¿qué podía hacer yo? Sólo reconocerlo, pero no evitar mi trabajo por sentimentalismos peligrosos, que te mienten o te ciegan. La última vez que estreché su mano, poco antes del golpe que acabó con su vida, abandonaba yo la República de Chile, todo estaba ya hecho. Acerqué mi cara a la suya y en voz muy baja pero audible para él y para mí, le dije: ‘Es usted un hombre puro. Comunista o no. Cuando le caiga encima el caos que le hemos preparado recuerde estas palabras de uno de sus enemigos. Es usted un hombre bueno, equivocado pero honesto y valiente. Estrecho su mano con orgullo, doctor Allende. Y es la última vez que lo hago’. Me miró a través de esos anteojos doctorales, de académico, de hombre culto. Dijo: ‘¿Por qué si tanto me respeta está al lado de quienes buscan mi destrucción?’ ‘Doctor, es muy simple: otra Cuba, en América latina, no. No podemos permitir eso.’ ‘¿Y quiénes son ustedes para permitir o no lo que un pueblo ha elegido democráticamente?’ ‘Los Estados Unidos de América. Y ustedes nuestro patio trasero. No queremos más problemas por aquí. Trate de salvarse. Huya.’ ‘Nunca. Usted no me respetaría si yo huyera. Me respeta porque sabe que lucharé hasta el fin.’ ‘Lo sé. Lo que nunca sabré es por qué luchará hasta morir por una causa tan infame.’ Allende me clavó sus ojos. Diablos, cuando miraba feo podías temblar si no eras duro, si te escaseaban los cojones. Dijo: ‘Lo que nunca sabré es cómo usted dice respetarme y es un mercenario al servicio de un imperio de asesinos’. ‘Doctor, no nacimos para entendernos. Estamos a punto de dejar de respetarnos. Y si me quedo uno o dos minutos más junto a usted acabaré por hacer el trabajo que en breve harán sus verdugos.’ ‘Parece conocerlos.’ ‘Los hemos entrenado nosotros, doctor.’ ‘¿Quién es el principal cabecilla?’ ‘¿No lo sabe? ¿Ni eso sabe?’ No dijo palabra. Todo estaba tan irrefutablemente tramado que no me importó darle el nombre del general que le habíamos destinado como verdugo. ‘Pinochet.’ ‘¿El general Pinochet?’, se asombró. Y, muy seguro, dijo: ‘El general Pinochet es mi amigo’. ‘Doctor Allende, parto de Chile con una duda: si es usted increíblemente bueno o increíblemente tonto.’ ‘Pues yo lo despido con una certeza: usted es un perro, una escoria humana que insulta la esencia del hombre.’ ‘Lamento desilusionarlo, doctor: pero a esa esencia, de nosotros dos, la encarno yo mejor que usted. Le dejo una enseñanza antes de irme: usted, como comunista, cree que esa esencia es buena y bastará que ella triunfe para que los hombres sean libres. Nosotros creemos que es mala. Que es egoísta y sólo el dinero le importa. Por eso los matamos y los seguiremos matando y les ganaremos todas las guerras. Piénselo.’” (Carter en New York, ed. cit. pp. 105/106/107).
El otro decisivo factor que derrocó a Allende fue “el decano de la prensa chilena”, el centenario periódico El Mercurio. Agustín Edwards, su director, viajó hasta las oficinas de Nixon y volvió con dos millones de dólares para la tarea democrática a emprender. Desde sus páginas inflamadas de patriotismo anticomunista, El Mercurio llamó a la lucha a las conchetas chilenas, que son temibles. Inauguraron la moda de las cacerolas.
Todo está dicho. Allende se refugia en La Moneda y dice que no habrá de huir. Ahí se queda. Se hunde con su barco. Tiene puesto un casco de guerra y sostiene una metralleta. Da un último discurso: “Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”. Don Agustín Edwards, director del “decano de la prensa chilena”, habrá brindado con buen champán. Las conchetas, felices. Los obreros, perseguidos y asesinados. Allá, en el Norte, la CIA, Nixon y Kissinger, satisfechos. Allende se suicidó o lo mataron. Pero estuvo en su puesto hasta último momento. El 11 de septiembre que América latina recuerda y llora es éste. El otro, el de las Torres, ni sabemos quién lo hizo. Y, emperradamente, como le habría gustado a don Salvador, seguiremos creyendo que alguna vez, más tarde o más temprano, se abrirán las grandes alamedas. Y el primero en pasar por ellas será don Salvador Allende. Una enorme pancarta con su cara de hombre bueno, que soñó un sueño tal vez imposible, pero que él sostuvo hasta el final. Así, pocos, Salud, héroe, mártir, ejemplo perenne. En usted se encarnó lo mejor de la condición humana.
Por José Pablo Feinmann
Sería ingenuo no creer que el 11 de septiembre que el mundo recordará será el de las Torres Gemelas antes que el de Chile. El de las Torres tuvo una audiencia en simultáneo, un público atónito que asistía, compartiéndolo, en vivo y en directo, a uno de los acontecimientos más poderosos de la historia humana. No menos poderoso fue el de Chile, pero nos tenía más acostumbrados. Sin embargo, no bien se desplegó el terror pinochetista supimos que eso era nuevo, no tenía antecedentes. Lo mismo sucedió con el terror de la Junta argentina.
Ignoro si se ha reflexionado sobre un punto (sin duda, sí; pero merece ser ofrecido otra vez al análisis): el acontecimiento de las Torres y el de Chile no sólo comparten la fecha, sino mucho más. El país de las Torres (el Imperio) fue el causante directo del septiembre chileno. Chile nada tuvo que ver con la caída de las Torres. Pero Estados Unidos hizo el golpe de Pinochet, lo inventó a Pinochet y lo asesinó a Allende. Era parte de la política que se había otorgado para manejar las cosas en eso que llaman su “patio trasero”.
Desde que llegó a la presidencia, Kennedy, que era un furioso anticomunista, advirtió que –durante el llamado período de la Guerra Fría– las acciones bélicas directas no tendrían lugar entre los dos bloques hegemónicos. Había, en ellos, un exceso de técnica bélica que lo impedía. El terror nuclear recomendaba una excesiva prudencia que los dos colosos ejercieron celosamente. Las luchas, entonces, se dieron en otras latitudes.
Demoraron en advertir que en América latina los comunistas se habían posesionado de Cuba, brillante tarea de esos barbudos que habían seducido y engañado a la CIA diciéndose democráticos, y que la CIA creyó que apenas venían a tirarles abajo a ese sargento Fulgencio Batista, un sanguinario impresentable, que había hecho de Cuba un prostíbulo y un garito para la mafia. Apoyaron a los muchachos de Fidel, que les dieron una enorme y pésima sorpresa: su líder se definió y definió a su movimiento como marxista-leninista. Decidieron aprender la lección: nunca más un Castro en América latina. Porque Estados Unidos decía no pretender apropiarse del mundo como los soviéticos, pero en verdad ya casi lo dominaba o ésa era su meta. Con justa razón, el profesor Chalmers Johnson consideró que había más simetría entre las políticas de la Unión Soviética y de los Estados Unidos de lo que los norteamericanos deseaban reconocer: “Si en el transcurso de la Guerra Fría la Unión Soviética intervino manu militari en Alemania Oriental (1953), Hungría (1957) y Checoslovaquia (1968), los Estados Unidos articularon el golpe en Irán (1953), la invasión de Guatemala (1954) y de Cuba (1961), ocuparon militarmente la República Dominicana (1965) e intervinieron en Corea (1950) y en Vietnam (donde sustentaron dictaduras y mataron a un número más grande de personas que la Unión Soviética en sus exitosas intervenciones)” (Chalmers Johnson citado por Luis Alberto Moniz Bandera en su notable ensayo: La formación del Imperio Americano). En una comparación inevitablemente odiosa y desagradable, posiblemente la CIA sea y haya sido una organización más cruel, más asesina y, sobre todo, más responsable de la llegada de regímenes genocidas al poder que la KGB soviética. Medio mundo o más no diría esto por la prepotencia, la supremacía que tienen los medios en la formación de la subjetividad de las personas. El cine, por ejemplo (gran herramienta de propaganda de EE.UU.), siempre ha mostrado a un agente de la KGB como alguien más siniestro que uno de la CIA, que, con frecuencia, es el héroe de la película. Jack Ryan, sin ir más lejos, tuvo la pinta y el carisma de Harrison Ford. ¿Quién, en la KGB, podía competirle? Pero un serio problema se le aparece a la Administración Nixon. En 1970, el socialista Salvador Allende, candidato de la Unidad Popular, gana de modo inobjetable las elecciones en Chile. Pese a que Allende propone una “vía pacífica” –o una “vía democrática”– al socialismo, Richard Nixon lo odia desde el primer día. Y desde ese día se propone echarlo del gobierno. Aquí debo mencionar dos documentales formidables con los que trabajo estas cuestiones y deben (creo) ser consultados: uno es casi una autobiografía de Robert McNamara y se titula La niebla de la guerra, el otro es una pequeña obra maestra de Chistopher Hitchens, Los juicios de Henry Kissinger. En éste, Hitchens nos muestra la pasión que pone Kissinger en dejar contento a su jefe, Nixon, y demostrarle que se puede hacer con un país lo que Estados Unidos desee. No aún con Chile, porque Allende acaba de ganar muy limpiamente “y nosotros respetamos la democracia”. Nixon acepta este dogma, pero tiene claro que –en caso de llegar a imponer una dictadura– siempre es mejor una dictadura no-comunista que una comunista (ver: Luis Alberto Moniz Bandeira, La formación del Imperio Americano, p. 278). Seguramente compartían este criterio las empresas que le hicieron saber acerca de la gravedad del asunto: la ITT, la Pepsi Cola y el Chase Manhattan Bank. Todas se comunicaron con el presidente de la CIA, Richard Helms. También lo hizo Nixon, en una reunión relámpago: se sentó, tomó un vaso de agua, dijo un par de cosas y se fue. Destinó 10 millones de dólares para la tarea de desestabilizar al “hijo de puta” –así le decía: SOB—, pidió acción inmediata, dejar de lado al embajador, poner los mejores hombres en la tarea y en 48 horas deteriorar la economía. A partir de ese punto empezaría el trabajo en serio.
Kissinger tenía un buen concepto de la habilidad política de Allende: por todos los medios exhibiría que no era un satélite soviético, a lo Castro, ni siquiera un gobierno abiertamente comunista. Pero no estaba dispuesto a mostrar que le creía. En suma, entre Nixon y Kissinger deciden hundir a Allende desde el primer día de su llegada al poder. Así se hace la historia. En tanto, en América latina se festejaba el gran paso de la llegada al gobierno por elecciones libres y democráticas de un gobierno socialista (aunque fuese con un margen leve: la Unidad Popular sólo alcanzó el 36,2%), en las oficinas de la CIA o en el despacho más privado de Nixon la tarea de destrucción ya estaba en camino. Precisamente en Los juicios de Kissinger, el halcón Alexander Haig (que anduvo por aquí tratando de arreglar la guerra de Malvinas) lanza una exclamación con la fuerza de un escupitajo iracundo: “¿Otro Castro en América latina? ¡Por favor!” O sea, ni locos. Allende debía caer.
Haig es un activo soldado de esa causa. En mi novela Carter en New York, Joe Carter le cuenta a un amigo moribundo el modo en que Haig (Alexander Higgins en la novela) se despide de Allende antes de subir al avión que lo llevará a los States, cumplida ya su tarea. Explica: “El problema –ahora– es el Islam. Pero a los 24 años conocí al senador republicano Alexander Higgins. El hombre era un genio. Uno de los grandes cerebros que –allá por 1973– liquidó al gobierno socialista de Salvador Allende. Y que –no hacía mucho, entre un trago y otro– le había confesado ciertas cosas. ‘Sabes, Carter, Allende tenía la beatitud de un arcángel. Mas, ¿qué podía hacer yo? Sólo reconocerlo, pero no evitar mi trabajo por sentimentalismos peligrosos, que te mienten o te ciegan. La última vez que estreché su mano, poco antes del golpe que acabó con su vida, abandonaba yo la República de Chile, todo estaba ya hecho. Acerqué mi cara a la suya y en voz muy baja pero audible para él y para mí, le dije: ‘Es usted un hombre puro. Comunista o no. Cuando le caiga encima el caos que le hemos preparado recuerde estas palabras de uno de sus enemigos. Es usted un hombre bueno, equivocado pero honesto y valiente. Estrecho su mano con orgullo, doctor Allende. Y es la última vez que lo hago’. Me miró a través de esos anteojos doctorales, de académico, de hombre culto. Dijo: ‘¿Por qué si tanto me respeta está al lado de quienes buscan mi destrucción?’ ‘Doctor, es muy simple: otra Cuba, en América latina, no. No podemos permitir eso.’ ‘¿Y quiénes son ustedes para permitir o no lo que un pueblo ha elegido democráticamente?’ ‘Los Estados Unidos de América. Y ustedes nuestro patio trasero. No queremos más problemas por aquí. Trate de salvarse. Huya.’ ‘Nunca. Usted no me respetaría si yo huyera. Me respeta porque sabe que lucharé hasta el fin.’ ‘Lo sé. Lo que nunca sabré es por qué luchará hasta morir por una causa tan infame.’ Allende me clavó sus ojos. Diablos, cuando miraba feo podías temblar si no eras duro, si te escaseaban los cojones. Dijo: ‘Lo que nunca sabré es cómo usted dice respetarme y es un mercenario al servicio de un imperio de asesinos’. ‘Doctor, no nacimos para entendernos. Estamos a punto de dejar de respetarnos. Y si me quedo uno o dos minutos más junto a usted acabaré por hacer el trabajo que en breve harán sus verdugos.’ ‘Parece conocerlos.’ ‘Los hemos entrenado nosotros, doctor.’ ‘¿Quién es el principal cabecilla?’ ‘¿No lo sabe? ¿Ni eso sabe?’ No dijo palabra. Todo estaba tan irrefutablemente tramado que no me importó darle el nombre del general que le habíamos destinado como verdugo. ‘Pinochet.’ ‘¿El general Pinochet?’, se asombró. Y, muy seguro, dijo: ‘El general Pinochet es mi amigo’. ‘Doctor Allende, parto de Chile con una duda: si es usted increíblemente bueno o increíblemente tonto.’ ‘Pues yo lo despido con una certeza: usted es un perro, una escoria humana que insulta la esencia del hombre.’ ‘Lamento desilusionarlo, doctor: pero a esa esencia, de nosotros dos, la encarno yo mejor que usted. Le dejo una enseñanza antes de irme: usted, como comunista, cree que esa esencia es buena y bastará que ella triunfe para que los hombres sean libres. Nosotros creemos que es mala. Que es egoísta y sólo el dinero le importa. Por eso los matamos y los seguiremos matando y les ganaremos todas las guerras. Piénselo.’” (Carter en New York, ed. cit. pp. 105/106/107).
El otro decisivo factor que derrocó a Allende fue “el decano de la prensa chilena”, el centenario periódico El Mercurio. Agustín Edwards, su director, viajó hasta las oficinas de Nixon y volvió con dos millones de dólares para la tarea democrática a emprender. Desde sus páginas inflamadas de patriotismo anticomunista, El Mercurio llamó a la lucha a las conchetas chilenas, que son temibles. Inauguraron la moda de las cacerolas.
Todo está dicho. Allende se refugia en La Moneda y dice que no habrá de huir. Ahí se queda. Se hunde con su barco. Tiene puesto un casco de guerra y sostiene una metralleta. Da un último discurso: “Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”. Don Agustín Edwards, director del “decano de la prensa chilena”, habrá brindado con buen champán. Las conchetas, felices. Los obreros, perseguidos y asesinados. Allá, en el Norte, la CIA, Nixon y Kissinger, satisfechos. Allende se suicidó o lo mataron. Pero estuvo en su puesto hasta último momento. El 11 de septiembre que América latina recuerda y llora es éste. El otro, el de las Torres, ni sabemos quién lo hizo. Y, emperradamente, como le habría gustado a don Salvador, seguiremos creyendo que alguna vez, más tarde o más temprano, se abrirán las grandes alamedas. Y el primero en pasar por ellas será don Salvador Allende. Una enorme pancarta con su cara de hombre bueno, que soñó un sueño tal vez imposible, pero que él sostuvo hasta el final. Así, pocos, Salud, héroe, mártir, ejemplo perenne. En usted se encarnó lo mejor de la condición humana.
sábado, 11 de septiembre de 2010
¡ Al maestro con cariño en su día !
Defendió los principios socialistas desde los 18 años. En su rol de gremialista fue uno de los promotores de CTERA. Víctima del terrorismo de Estado, nunca abandonó la lucha por el respeto de los derechos humanos, la educación y la justicia. Una figura atípica en la política nacional, que arrancó lágrimas con su partida.
Los años de plomo Concepción del Uruguay, Entre Ríos, lo vio nacer en 1925. De joven ejerció la docencia, en los 60, se dio el gusto de ser guionista de las “Obras Maestras del Terror” que protagonizó Narciso Ibánez Menta. De buscar la unidad de los numerosos organismos que agrupaban a los maestros, surgió la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (Ctera). En 1974, fue su secretario general. Un año más tarde, fue impulsor de la fundación de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), y fue elegido copresidente. El golpe significó una pesadilla que nunca se niega a contar. Alfredo Bravo fue uno de los testigos de cargo en el juicio a los ex comandantes. Además, prestó declaración en el año 2001, en los Juicios por la Verdad en La Plata. Su secuestro, 8 de septiembre de 1977, fue en la escuela donde estaba dando clases. En los interrogatorios, en medio de las torturas, le preguntaban quienes eran los miembros de la APDH que enviaban información al exterior. Bravo reconoció las voces: de Ramón Camps y Miguel Etchecolatz. Días más tarde, Camps le advirtió: “Pena de muerte puede ser de dos formas o que lo matemos nosotros o que se suicide usted”. Sin embargo, las amenazas del represor no se concretaron y en junio de 1978 adoptó un régimen de libertad vigilada. La liberación de Bravo, a principios de 1979, respondió a las gestiones de integrantes de Ctera y otras personalidades del mundo de la política enviando un telegrama al entonces presidente de Estados Unidos Jimmy Carter. Que pidió explicaciones al jerarca de la dictadura Videla y al poco tiempo el dirigente socialista conquistó su libertad.Bandera socialista En 1983. El gobierno de Raúl Alfonsín lo designó Subsecretario de Actividad Profesional Docente del Ministerio de Educación y tres años más tarde se despidió del cargo cuando se promulgó la ley de Obediencia Debida, por la que alrededor de ochocientos oficiales de las Fuerzas Armadas quedaron en libertad.
A fines de la década del 80 regresó al Partido Socialista Democrático, que había abandonado en 1943 por diferencias. En 1991 ingresó como diputado y fue reelecto en dos oportunidades (1995 y 1999).A pesar de haber sido integrante de la Alianza –conformada por la UCR y el Frepaso- se distanció de la gestión de Fernando de la Rúa, por discrepar con el rumbo que había seguido la administración. En esa época, estrechó sus vínculos con Elisa Carrió, con quien trabajó en numerosos proyectos e investigaciones. El 24 de octubre de 2001, se presentó en las elecciones legislativas como candidato a senador por Capital Federal, a pesar de haber acumulado los votos suficientes para acceder a su banca en la Cámara alta, debido a la presentación judicial que hizo uno de sus competidores, Gustavo Beliz, nunca pudo asumir. En los últimos meses, después de pelearse con Carrió y de conseguir la reunificación del Partido Socialista Democrático y el Partido Socialista Popular, optó por lanzarse en la carrera por la presidencia de la Nación.
En la madrugada del lunes 26 de mayo el corazón del hombre de 78 años no soporto el triple infarto. Estaba angustiado por el “maltrato judicial” por parte de la Corte Suprema con la falta de definición de la banca del tercer senador. El tema de la designación de Beliz como ministro de Justicia ayudó al cuadro que lamentablemente tuvo la madrugada fatídica del primer infarto.
En la despedida el discurso más emotivo fue el de Laura Bonaparte, de Madres de Plaza de Mayo: “Querido compañero socialista, compañero maestro de la educación laica y gratuita, compañero articulador de diferencias (...) Te elegimos y te nombramos senador nacional, compañero defensor de los derechos de la mujer, compañero luchador contra cansancios, vientos y mareas, compañero doblegador de torturas y torturadores, compañero de ideales llevados a la práctica”. Repentina, conmovedora y triste fue la partida de Alfredo Bravo.
Lágrimas y sonrisas se asomaron ese lunes de otoño por la tarde.- Parece increíble que el profesor ya no esté entre nosotros –comenté a uno de sus compañeros más íntimos.- No, no le digas profesor. Él siempre nos corregía fastidiado: “Soy maestro, maestro de grado”.
Los años de plomo Concepción del Uruguay, Entre Ríos, lo vio nacer en 1925. De joven ejerció la docencia, en los 60, se dio el gusto de ser guionista de las “Obras Maestras del Terror” que protagonizó Narciso Ibánez Menta. De buscar la unidad de los numerosos organismos que agrupaban a los maestros, surgió la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (Ctera). En 1974, fue su secretario general. Un año más tarde, fue impulsor de la fundación de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), y fue elegido copresidente. El golpe significó una pesadilla que nunca se niega a contar. Alfredo Bravo fue uno de los testigos de cargo en el juicio a los ex comandantes. Además, prestó declaración en el año 2001, en los Juicios por la Verdad en La Plata. Su secuestro, 8 de septiembre de 1977, fue en la escuela donde estaba dando clases. En los interrogatorios, en medio de las torturas, le preguntaban quienes eran los miembros de la APDH que enviaban información al exterior. Bravo reconoció las voces: de Ramón Camps y Miguel Etchecolatz. Días más tarde, Camps le advirtió: “Pena de muerte puede ser de dos formas o que lo matemos nosotros o que se suicide usted”. Sin embargo, las amenazas del represor no se concretaron y en junio de 1978 adoptó un régimen de libertad vigilada. La liberación de Bravo, a principios de 1979, respondió a las gestiones de integrantes de Ctera y otras personalidades del mundo de la política enviando un telegrama al entonces presidente de Estados Unidos Jimmy Carter. Que pidió explicaciones al jerarca de la dictadura Videla y al poco tiempo el dirigente socialista conquistó su libertad.Bandera socialista En 1983. El gobierno de Raúl Alfonsín lo designó Subsecretario de Actividad Profesional Docente del Ministerio de Educación y tres años más tarde se despidió del cargo cuando se promulgó la ley de Obediencia Debida, por la que alrededor de ochocientos oficiales de las Fuerzas Armadas quedaron en libertad.
A fines de la década del 80 regresó al Partido Socialista Democrático, que había abandonado en 1943 por diferencias. En 1991 ingresó como diputado y fue reelecto en dos oportunidades (1995 y 1999).A pesar de haber sido integrante de la Alianza –conformada por la UCR y el Frepaso- se distanció de la gestión de Fernando de la Rúa, por discrepar con el rumbo que había seguido la administración. En esa época, estrechó sus vínculos con Elisa Carrió, con quien trabajó en numerosos proyectos e investigaciones. El 24 de octubre de 2001, se presentó en las elecciones legislativas como candidato a senador por Capital Federal, a pesar de haber acumulado los votos suficientes para acceder a su banca en la Cámara alta, debido a la presentación judicial que hizo uno de sus competidores, Gustavo Beliz, nunca pudo asumir. En los últimos meses, después de pelearse con Carrió y de conseguir la reunificación del Partido Socialista Democrático y el Partido Socialista Popular, optó por lanzarse en la carrera por la presidencia de la Nación.
En la madrugada del lunes 26 de mayo el corazón del hombre de 78 años no soporto el triple infarto. Estaba angustiado por el “maltrato judicial” por parte de la Corte Suprema con la falta de definición de la banca del tercer senador. El tema de la designación de Beliz como ministro de Justicia ayudó al cuadro que lamentablemente tuvo la madrugada fatídica del primer infarto.
En la despedida el discurso más emotivo fue el de Laura Bonaparte, de Madres de Plaza de Mayo: “Querido compañero socialista, compañero maestro de la educación laica y gratuita, compañero articulador de diferencias (...) Te elegimos y te nombramos senador nacional, compañero defensor de los derechos de la mujer, compañero luchador contra cansancios, vientos y mareas, compañero doblegador de torturas y torturadores, compañero de ideales llevados a la práctica”. Repentina, conmovedora y triste fue la partida de Alfredo Bravo.
Lágrimas y sonrisas se asomaron ese lunes de otoño por la tarde.- Parece increíble que el profesor ya no esté entre nosotros –comenté a uno de sus compañeros más íntimos.- No, no le digas profesor. Él siempre nos corregía fastidiado: “Soy maestro, maestro de grado”.
viernes, 10 de septiembre de 2010
"El peor analfabeto es el analfabeto político".-
“El peor analfabeto es el analfabeto político. El que no ve, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. El que no sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pescado, la harina, del alquiler o de sus medicamentos, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece e hincha el pecho diciendo que odia la política. No sabe, el imbécil, que de su ignorancia nace la prostituta, el menor abandonado, el asaltante y el peor de los bandidos que es el político corrupto y el lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.”
Bertolt Brecht
martes, 7 de septiembre de 2010
"El espacio de los jóvenes socialistas de San Lorenzo."
"Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar."
(Antonio Machado).-
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar."
(Antonio Machado).-
Estás invitado a este viaje... Somos la "NUEVA GENERACIÓN" que camina ideas. Pensamiento y acción. SUMATE!: partidosocialista_sl@hotmail.com
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